Compartir malas noticias…

En tiempos antiguos, en distintas partes del mundo, existía una costumbre cruel: los mensajeros que traían malas noticias eran asesinados. Pasaba en civilizaciones como la persa y la griega, donde los portadores de mensajes de derrota o desgracia eran vistos como los causantes del infortunio. No era raro que fueran ejecutados como castigo simbólico, aun sin tener culpa alguna. Era una forma primitiva, y profundamente humana, de matar al mensajero para no enfrentar la verdad.

Cuando era niña y escuchaba esas historias, me parecían terribles. No entendía cómo alguien podía pagar con su vida por algo que simplemente debía comunicar. Pero años después, la metáfora cobró sentido.

En 2016 fui despedida de uno de mis empleos, poco después de haberme mudado a Houston. La decisión de despedirme no había sido completamente de mi jefe, pero fue él quien tuvo que darme la noticia. La rabia que sentí hacia él y hacia la empresa no tenía nombre. Tuve un ataque de pánico, lloré y grité en su oficina. Qué espectáculo tan bochornoso en un ambiente corporativo.

¿La razón de mi show? Había sacado todos mis ahorros de Colombia para empezar de nuevo en Estados Unidos, persiguiendo el llamado “sueño americano”. Llegué con lo justo y apenas tenía 1.200 dólares de reserva para cualquier eventualidad. Esa cantidad solo me alcanzaba para cubrir un mes de gastos: arriendo, carro, seguro, celular, servicios, comida y gasolina. Fue una experiencia devastadora. No solo por la inestabilidad económica, sino porque estaba completamente sola, tratando de mantenerme firme en un país nuevo, mientras el miedo y la incertidumbre me carcomían por dentro. Es más, confieso que tuve el peor ataque de gastritis de mi vida unos días después, pues mis sentimientos no habían sido procesados correctamente y mi cuerpo terminó pagando los platos rotos.

Me tomó un par de años y varias experiencias entender que una empresa no está obligada a mantenerme si ya no le soy útil, así como yo no tengo por qué quedarme en un lugar donde ya no me siento bien. Pero en ese momento de mi despido, no era obvio para mí. Lo aprendí con el tiempo.

Hace una semana me tocó a mí ser la mensajera que podía ser sacrificada; la portadora de malas noticias. Mi equipo había sido recortado por completo del proyecto en el que trabajábamos. El crecimiento desmedido, tanto en personas como en complejidad, había vuelto el ambiente insostenible. El cliente, descontento con tanto caos, pidió renegociar el contrato, reduciendo en un 75% el número de integrantes. En pocas palabras, ya no estábamos siendo del todo útiles.

Recibí la noticia ese viernes a las 9 a.m. como un baldado de agua fría. Aunque yo misma había pedido un cambio porque ya no me sentía satisfecha con mis labores ni con el proyecto, no quería que mi decisión afectara al resto del equipo. Pero una cosa es lo que yo quería y otra lo que las directivas del proyecto habían decidido. Así que, además de asimilarlo personalmente, tuve que activar el modo gerente: coordinar con diferentes áreas, entender los siguientes pasos, definir los mensajes y planear cómo comunicarlo a todos. Y ahí estaba yo, de nuevo, en el papel que nadie quiere asumir: el de mensajera de la muerte.

Reconociendo mis propias limitaciones, a las 11 a.m. cité a los otros líderes: un arquitecto, un líder técnico y una analista de negocio. Les conté lo sucedido y les pedí ayuda para comunicar la noticia, porque sabía que no podría sostener emocionalmente al equipo sola. Lloré un poco; no pensé que me afectaría tanto, pero mi cuerpo reveló lo contrario. Estaba muy preocupada por todo mi equipo. ¿Qué pasaría después con ellos?

A las 3 p.m. convoqué al resto del equipo a una reunión virtual urgente. Uno de ellos me escribió por WhatsApp preguntándome si lo iba a despedir. Le dije que no, pero no pude darle más detalles con antelación. Aunque no era tan grave, sí era una noticia difícil y llena de incertidumbre. Al empezar la reunión, tenía un guion preparado y, con el corazón en la mano, empecé a leerlo.

De pronto, empezaron a aparecer memes en el chat. En nuestro equipo, los memes son casi un lenguaje propio: una forma de decir mucho con poco, especialmente en un entorno remoto donde las palabras a veces se quedan cortas.

Entre ellos apareció uno de Rafa, de Los Simpson, muy triste.

Les conté que, aunque nos retiraban del proyecto, pasaríamos a la reserva de Colombia mientras encontraban nuevas asignaciones para cada uno de nosotros. Les agradecí profundamente por su compromiso y luego abrí el micrófono para escucharlos. Había incertidumbre, sí, pero también serenidad. Nadie se mostró realmente sorprendido; el caos del proyecto no daba para más.

Algunos se preguntaron si el recorte había sido por diferencias culturales, por desempeño, o por algo que se dijo o se hizo. Me habría gustado tener respuestas, pero lo único que sabía con certeza era que se trataba de un ajuste presupuestal y de una necesidad de reducir la complejidad al tiempo que las personas. Coordinar a cien personas en diferentes partes del mundo para llegar a un mismo objetivo no es fácil. Ni qué decir de los roces naturales entre equipos tan diversos.

En ese momento me cuestioné si quiero seguir siendo líder de proyectos. Independientemente de la respuesta, en algunos casos el liderazgo no se trata de resolver, sino de acompañar; de mantener la calma mientras otros se desahogan, y de permitir que el humor, la empatía y la vulnerabilidad sean también parte de la cultura del equipo. Al final, lo que realmente sostiene a un grupo en los tiempos difíciles son la confianza y la humanidad compartida. Las métricas son importantes, por supuesto, pero no podemos olvidar que quienes son evaluados por las métricas son humanos.

Ser líder también implica ser mensajero, no necesariamente de muerte, pero sí de la realidad y de asuntos incómodos. Hay cosas que nadie quiere decir, pero que alguien tiene que comunicar, y ese alguien es quien lidera. Y en ese sentido, dar una noticia difícil no se trata solo de transmitir información, sino de cuidar a las personas que están del otro lado, de encontrar el tono y el momento adecuados, y de acompañar en lugar de imponer.

Unos días después, tuve una sesión con uno de los miembros de mi equipo. Le pregunté cómo estaba, me dijo que bien, y empecé a hablar como si fuera un radio que no tiene botón de apagar. Juan solo me escuchó, y cuando habían pasado 15 minutos, dije “Ah caray, no me he callado, qué vergüenza”, y me ataqué de la risa, con unas carcajadas muy chistosas que me caracterizan. Él me ofreció un espacio seguro y entre risas me dijo que la semana siguiente me iba a hacer seguimiento para saber cómo estaba. Se lo agradecí porque necesitaba desahogarme, y no había tenido con quién compartir todos los sentimientos que me embargaban, que fuera parte del proyecto y entendiera todo el contexto de lo sucedido.

Liderar es un camino solitario, siempre lo escuché pero no había tenido la experiencia completa para entender la magnitud de la frase. Hay que lidiar con un sinfín de asuntos confidenciales, hacer política, sostener emociones, estar firme y tener una visión siempre optimista del futuro. Eso, a veces, va en contra de mi desparpajo y transparencia. Todo eso me cuesta muchísimo, aunque reconozco que es clave para liderar con éxito.

No sé qué nos depara el futuro, pero agradezco profundamente haber tenido esta oportunidad tan grande. Tuve problemas, inconvenientes, lloré, escalé asuntos, reí, bailé, viajé y aprendí. Así es la vida misma.

¿Qué viene ahora que me quedo sin proyecto corporativo? Lo averiguaremos…

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El asombro que regresa