El asombro que regresa
En medio del caos de mi ciudad,
se reflejan montañas con serenidad
en los vidrios azulados y oscuros
de un edificio erguido en la autopista norte.
Mientras avanzamos hacia el sur,
los vidrios traseros de los carros
me revelan el secreto de las nubes.
¿En qué momento dejé de mirar con atención,
en qué instante olvidé la contemplación?
De niña podía quedarme horas
mirando el cielo,
las nubes, los reflejos,
el pasto y sus filamentos entre mis dedos.
Pero la adultez me robó el asombro,
lentamente, sin retorno.
El ritmo de la vida me parece mal...
Hoy regreso a la contemplación.
Los separadores de la autopista norte me muestran
palmas, arbustos, hojas y texturas,
y también residuos plásticos
que se mezclan con la vida dura.
Una palma baja
de tronco ancho y áspero
me ofrece rombos imponentes,
figuras que apenas ahora observo, vibrantes.
Nos dirigimos a un restaurante japonés,
con mi esposo,
para celebrar amor y amistad,
al sabor exótico de la comida nipona
que, con sus texturas y sensaciones,
nos invita a disfrutar en calma
los matices del amor y sus estaciones.
La sopa de miso refleja la luz del techo
y se rompe con cada cucharada.
¿Será por eso que “meter la cucharada”
es una actividad tan inapropiada?
Los vasos devuelven sombras móviles,
la salsa de soya arde en lo inmóvil.
Mi maki Philadelphia revela colores,
un mapa secreto,
un poema de sabores.
Cuatro rayas en el salmón,
una línea blanca de queso crema,
el arroz traslúcido,
el verde del alga en su canción.
¿Por qué nunca lo había visto así,
tan sencillo, tan sutil, tan para mí?
Al salir, el parque nos recibe.
El sol filtra su voz entre las hojas,
dibujando círculos y figuras en la tierra.
Flores rojas, árboles inmensos,
la tarde entera se me entrega.
El tronco de un árbol
me cuenta su historia con líneas profundas.
Una manilla con cruz,
atada a una astilla que cuelga muda,
queda como huella de Dios,
como un eco de su voz.
La telaraña, sin araña,
me habla de ausencia con entraña.
Siempre que hay un hilo tejido,
sabemos quién estuvo escondido.
Es su marca, su destino, su signo.
Buscamos un postre ligero
en un café cercano al sendero.
Pedimos un café amargo para compartir
y cada uno un minicupcake para sentir:
un balde de galleta,
relleno de leche condensada con limón,
dulce secreto en pequeño balcón.
Al primer mordisco el relleno se desborda,
sin derramarse, sin prisa que estorba.
Cruje la galleta en mi boca,
sus partículas sólidas me sorprenden, me invocan.
El contraste con el café amargo
es un deleite profundo y claro.
Rebosa de gratitud el paladar,
por estas delicias en la ciudad,
caótica y hermosa,
tan dura, tan generosa.
Luego, el parque museo El Chicó.
Al entrar me envuelve la calma:
un silencio limpio,
un descanso que tanto imploró mi alma.
Me tumbo en la manta de picnic,
descalzo los pies, conecto con la tierra.
El pasto me roza, y con sorpresa
siento la molestia de mi piel citadina,
acostumbrada a la plataforma,
alejada de la vida genuina.
Hoy es un buen día para asumir otras realidades,
hoy regreso a mis verdades.
El viento danza con las ramas,
genera música natural que me sana.
Alivia mis oídos cansados,
del bullicio virtual y sus candados.
Levanto la mirada:
el cielo bogotano, gris y blanco.
Las nubes cambian de formas,
una bandera, un tubo, un manto.
De pronto se abre el cielo,
el sol aparece,
el “mono” nos regala
su tibieza que en la piel florece.
Cierro los ojos,
y aún así veo figuras rojas y naranjas
dibujadas en mi interior,
como un incendio de amor.
Y a pesar de los rayos dispersos del sol,
el frío capitalino, constante farol,
nos empuja a guardar nuestras cosas,
a caminar por el parque,
a recorrer rincones y flores
de un lugar nunca antes visitado.
Y ahora, amado.
Un colibrí aparece cerca a la hacienda,
chupa tranquilo la flor de lavanda.
Lo retengo en mi cámara.
El verde de su plumaje,
el morado de la flor,
el fondo blanco como traje.
Un cuadro, un milagro,
pequeño regalo.
En una fuente observo un goteo sutil.
Cada gota, al caer,
dibuja un círculo infantil.
Hago mi mejor toma,
atrapo el instante
que se escurre, constante.
Otra fuente me sorprende:
un niño de piedra ahorca a un ganso,
del ave brota un chorrito manso.
En la foto, las gotas,
cristales en el aire,
cuánta belleza en un detalle.
Frente al lago descubro otra verdad:
los reflejos de edificios y árboles en su faz.
Tomo la cámara de nuevo,
intento atrapar el reflejo en el agua,
con torpeza de novata.
Los colores son parecidos,
pero distintos,
el reflejo se mueve,
un pez lo rompe en instantes.
Cuánta luz,
cuánto arte,
en este paisaje donde dialogan
lo natural y lo citadino,
lo eterno y lo repentino.
Seguimos el recorrido,
hallamos una casita de madera,
para niños, juego prohibido.
Resisto el deseo de entrar,
pero sé que, si hay próxima vez,
jugaré sin dudar.
¿Por qué dejé de jugar?
Terminamos la caminata entre flores,
árboles, risas de niños corredores,
y grupos de picnic en la pradera.
Agradezco este estado meditativo,
me agradezco a mí misma,
agradezco a mi esposo
por este espacio reflexivo.
Hay belleza donde estoy dispuesta a verla,
hay reflejos donde aprendo a entenderla.
¿Cuántos reflejos he pasado por alto
en mi propia vida?