No sirvo para esto… (copia)
Esta semana fue un caos total.
Llevaba una buena temporada sin llorar más de diez minutos por temas laborales.
Pero este viernes fue distinto.
Lloré toda la mañana, tanto que se me hincharon los ojos y terminé con dolor de cabeza.
¿Qué pasó?
Esa sensación conocida de no servir para lo que hago volvió a aparecer.
Sacaron a todo mi equipo principal del proyecto, y también a mí, aunque sigo teniendo tres equipos: uno de once personas, otro de catorce y otro de cinco.
Todo eso encendió mis alarmas.
A medida que se acerca nuestro último día en la cuenta, la comunicación se ha ido apagando.
Los chats que antes eran cálidos se llenan de silencios, o de un idioma y una caligrafía que no entiendo.
A veces pregunto algo y nadie responde; tengo que hacerme notar para que recuerden que sigo ahí.
Me he sentido como un peso del que quieren desprenderse.
Y no soy la única.
Varios de mi equipo sienten lo mismo.
Lo más frustrante es que nunca hubo métricas claras para medir nuestro desempeño.
¿Eran las tareas entregadas? ¿Los defectos? ¿La velocidad de los sprints?
¿Qué sentido tienen las métricas cuando parecen moldearse para justificar decisiones?
Cuando la transparencia se desvanece y solo quedan comunicados ambiguos, ¿cómo sostener la confianza?
Ayer, en una reunión, no pude contenerme y rompí en llanto.
Escuché que sacaban a otras dos personas por desempeño y pregunté si lo nuestro era lo mismo.
La respuesta fue confusa: dijeron que era por presupuesto.
Pero la energía, el ambiente y las incongruencias decían otra cosa.
¿Te ha pasado sentir que las palabras no coinciden con lo que el cuerpo percibe?
Mi equipo siempre creyó que nos medían con una vara diferente.
Y aunque también lo sospechaba, sin claridad no había forma de confirmarlo.
Mientras trataba de entender lo que pasaba, algo más profundo se reveló: una herida antigua, que ha estado ahí desde hace años.
Quizás la sensación de no ser suficiente no nació ahora, sino en la universidad.
Desde octavo grado quería ser ingeniera.
Mi profesor de química, Víctor Daza, fue mi inspiración.
Y en un país donde estudiar algo que “diera plata” parecía el camino hacia la seguridad, la ingeniería se convirtió en mi apuesta.
Pero al comenzar la carrera, todo fue cuesta arriba.
Las materias se me atravesaban como montañas, los parciales me hacían dudar de mí.
Necesitaba estudiar el doble para alcanzar la mitad.
Perdí materias, varias, y cada una fue un golpe a mi autoestima.
Aun así, terminé.
Aunque lo logré, la herida se quedó abierta: la idea de que debía esforzarme más que los demás para merecer el mismo lugar.
Cuando empecé a trabajar, la historia se repitió.
En mi primer empleo en la industria petrolera me fue bien, aunque si me preguntas qué hice exactamente, no lo recuerdo.
Lo que sí recuerdo es que hice amigos, muchos, y con varios sigo hablando hoy.
A veces me pregunto si fui buena profesional o simplemente una buena compañera.
Hace poco descubrí algo que me ayudó a entender parte de esa historia: soy neurodivergente.
Hice pruebas psicológicas y confirmé que tengo dificultades de aprendizaje en algunas áreas, aunque no en todas.
Cuando leo sobre espiritualidad, metafísica o liderazgo, entiendo todo de inmediato.
Los conceptos simbólicos y abstractos se me graban con facilidad.
Pero cuando se trata de temas técnicos o estructurados, necesito más tiempo.
Aun así, tengo algo que no se enseña en ninguna universidad: sé conectar.
Dicen que soy envolvente.
Mi carta astral y mi diseño humano también lo confirman: la conexión es mi don.
La gente me busca, me cuenta su vida, me pide consejos.
Soy alegre, espontánea, bailo, y suelo ser el alma de la fiesta.
Pero, ¿dónde encaja eso en el mundo corporativo?
¿Dónde queda la calidez, el humor, la empatía, cuando lo que se mide es productividad y resultados?
Esa grieta me acompaña desde que emigré a Houston.
En mi primera reunión con mi jefe, un americano del sur, de esos con prejuicios tatuados, me dijo que mi inglés daba vergüenza.
Que con ese nivel nunca podría dar entrenamientos en una refinería.
¿Puedes imaginar lo que se siente escuchar algo así cuando acabas de llegar a un país nuevo, queriendo demostrar lo que vales?
La vida siguió, y con ella mis preguntas.
Regresé a Colombia, pero con el tiempo el impulso de seguir en la industria petrolera se fue desvaneciendo.
Quería algo distinto, un entorno donde sentirme viva.
Pasé por seguros, por banca, por ambientes predecibles y calculados, hasta que una amiga me invitó de nuevo a la petroquímica.
Cuatro años después del hechizo de aquel jefe americano, lo rompí.
Volví a una refinería en Lake Charles, Louisiana, a entrenar operadores.
Y fue uno de los momentos más felices de mi vida.
Sentí que me liberaba de una vieja sombra.
Aun así, algo dentro de mí sabía que no quería seguir en industrias extractivas ni pesadas.
Estaba cansada de los jefes controladores que querían moldear hasta la forma en que hablaba o comía.
Uno incluso miraba mi pantalla mientras almorzaba, buscando en qué usaba mis minutos.
Entonces apareció el yoga.
Me formé como profesora y me lancé al mundo digital.
Soñaba con dar clases virtuales, vivir en calma y trabajar desde mi propósito.
Me fui con mi novio (hoy mi esposo) a Santa Marta, buscando libertad.
Juramos no volver a una oficina, lanzando improperios con altivez.
Puse toda mi energía en ese sueño, pero el negocio no despegó.
Las ventas no llegaban, el entusiasmo se diluía y el dogma espiritual me agotaba.
Vendí un solo curso, a una amiga.
Intenté transformar la idea hacia el liderazgo femenino, uniendo mi experiencia corporativa con mi sensibilidad humana, pero tampoco funcionó.
Tuve que aceptar que necesitaba volver a la estabilidad.
Con el corazón apretado, regresé al mundo corporativo.
Y fue ahí donde conocí una empresa distinta: humana, empática, cercana.
Por primera vez, sentí que podía trabajar sin tener que esconder partes de mí.
Entré al universo de la tecnología.
Un mundo nuevo, lleno de siglas y lenguajes extraños: APIs, pipelines, infraestructura en la nube.
No entendía mucho, pero algo dentro de mí se encendió.
La curiosidad regresó.
El cambio fue inmenso.
Había pasado de las plantas y reactores a los tableros de Jira, de los cascos industriales a los sprints y los despliegues.
Mis habilidades de liderazgo y organización me sostuvieron por un tiempo.
Hasta que empecé a trabajar como contratista para una agencia web en Estados Unidos.
Al principio todo fluía bien, pero con el tiempo surgieron tensiones.
Dos clientas empezaron a cuestionar mi comunicación y el valor de mi trabajo.
Decían que no entendían lo que hacía, que mis horas no valían lo que pagaban.
Esas palabras me dolieron profundamente.
Ahí volvió la herida de Houston.
Recordé a Kyle, sus palabras, su tono, y esa sensación de pequeñez.
Creí haberla superado, pero no.
Cada crítica removía algo antiguo: el miedo a no ser suficiente.
En este nuevo entorno, la inseguridad técnica y la brecha cultural se mezclaron.
A veces salía de reuniones con un nudo en la garganta.
Un día, uno de los arquitectos me dijo que no debería estar ahí, que estorbaba más de lo que ayudaba.
Que presionaba al equipo sin entender nada.
Y aunque sus palabras fueron duras, me pregunté si, en el fondo, tenía razón.
Desde la universidad he sentido que mis habilidades duras pesan menos que las de otros.
Y en el mundo corporativo, mi lugar parece siempre pendiente de validación.
Esta vez, además, me dolió no poder proteger a mi equipo como quería.
No logré los aumentos que prometí.
Ni siquiera pude defenderlos como merecían.
Entonces me quedé con una pregunta:
¿para qué soy buena?
Sé conectar, hacer reír, escribir, escuchar, observar, generar confianza.
Veo lo humano detrás de los roles.
¿Será ese mi verdadero talento?
A veces pienso que soy un punto medio entre mundos.
Demasiado ingeniera para los espirituales, muy espiritual para los ingenieros, muy tech para los químicos, muy libre para los corporativos.
Quizás mi lugar está ahí, en el medio.
Donde los mundos se rozan y alguien necesita traducirlos.
Hoy no tengo todas las respuestas.
Solo sé que estoy lista para una nueva aventura.
Una donde toda esta historia empiece a tener sentido.
Y si tú también estás en ese punto —donde el cansancio empieza a transformarse en preguntas—, quiero acompañarte.
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